La cara de Desengañada
Quería ver la cara de Desengañada. Lo necesitaba. Mirar
su rostro y sentir qué podía sentir. Con sinceridad, era el único
«capricho» que me había propuesto cumplir en este libro.
Era sábado cuando viajé con «mi chófer» a su encuentro.
Semana de cierre. Debía entregar el libro el viernes siguiente
y siempre (casi siempre) cumplo con la fecha establecida. Desengañada,
entre otras amables personas que estuvieron enviándome
cosas hasta el último minuto, me retrasó algo. Más
que Desengañada, fue su rostro entregado. Un rostro con el
alma encogida. Un rostro sin sonrisas. Una sonrisa sin rostro
cuando esta apareció en aquella tez tirando a morena que había
tardado quizá veinticinco años, un cuarto de siglo, en descubrir
la otra cara que llevaba dentro. Las sombras del alma.
Prometo que nunca había estado con alguien que no tuviera
sonrisa. Desengañada llevaba un corazón abatido mordido en
la boca. Y no sonreía. Apenas esbozó media sonrisa más un
cuarto de sonrisa en tres horas que estuvimos conversando.
Aquello distraía mi mente, que vagaba en la sobremesa como
un fantasma en busca de los porqués de todo. Aquella persona
sin sonrisa huía de todo. Nada se podía contar. Todo la implicaba.
Y lo que no la implicaba le remordía. Desengañada, sin
saberlo, sin creérselo, pues días después me preguntaría si lo
que me había aportado compensaba el esfuerzo del desplazamiento,
me había hecho partícipe de mucho más de lo que yo
mismo esperaba. Su experiencia y su testimonio se habían di-
luido en las páginas de este libro como una vaporosa expresión
de conciencia. Pero hay algo que esta persona no sabía, ni podía
imaginar y que solo ahora que está leyendo estas páginas
conoce. Hacía ya nueve años que yo comenzaba mis investigaciones
sobre la cara B de los medicamentos y la parte de la
industria que nutría sus arcas y ego con ello. Todo comenzó
un día en que, tras la comida, me senté en un sucio y raído sillón
de la casa de mi padre, donde aún vivía. Era mi lugar
preferido de lectura. Abrí las amplias páginas de un periódico
crítico, que nunca debió dejar de existir, y ante mí se mostró
el cuerpo desnudo de una verdad oculta. Personas víctimas de
los efectos colaterales de los fármacos. Muertes, muertos y familiares
que lo lamentaban. Graves daños en la salud de muchos
conciudadanos. Aquel despertar a un horizonte de pesadilla,
a un espacio nuevo que se había abierto ante mí como un
melón violado, me llevó a tirar del hilo. Era periodista, claro.
Lo sigo siendo. Necesitaba encontrar respuestas y contárselas
al resto de seres anhelantes de un soma para su sufrimiento.
En aquel viaje a los infiernos de la cara cochina del aquelarre
humano, pasé años en los que en muchas ocasiones jugaba con
la necesidad de imaginar el semblante de aquellas personas
capaces de promover el consumo de medicamentos que podían
causar la muerte a otras personas, en la sobremesa de
aquella ciudad sin nombre. Con la persona de nombre Desengañada.
En una provincia sin nombre. Con aquel ejecutante
del corifeo de locos taimados que siguen el engranaje. En la
sonrisa de un rostro atormentado yo buscaba la mirada del
homicida. Desengañada estaba esculpiendo la canción de la
sinceridad. De ello no me cabe duda, me contaba la verdad.
Tanto que la piel se me erizó cuando con la voz parsimoniosa
de quien no es capaz de darse cuenta que acaba de matar el
mundo me explicó que había sido la máxima responsable de la
campaña de promoción de un medicamento tras cuya ingesta
habían fallecido muchas personas.
Continúe la lectura en mi nuevo libro Laboratorio de médicos
Sí que me he perdido cosas, ¿se puede bajar tu libro por internet pagando?
En forma de audio libro a nosotras nos sería más fácil, es una idea.
Si el libro es así, es de los que enganchan. Buen trabajo.
Tomas, da la sensación de que le falta algo de delicadeza, no porque no le guste lo que ha leído, por la forma de expresarlo.
Miguel Jara, espero que sigas escribiendo, que sigas expresando sobe papel y en la red lo que de otra forma no nos llegaría y va construyendo el revisar patrones.
Miguel, gracias por este regalo.
Tomas, ¿ha probado usted de ir a un buen oculista?
Miguel, hijo… deberías dedicarte a la investigación y a escribir buenos reportajes. Esto es de lo peor que has escrito en tu vida, tío.